Regalo de Reyes [Libro]

Actualización (25 de noviembre de 2013): no recordaba que la novela de la que se habla abajo tiene su propio blog: Regalo de reyes.

—–

«Regalo de Reyes» es la primera novela de Jesús Zamora Bonilla, publicada en Tagus, la editorial de La Casa del libro. Se trata de un relato realmente entretenido, en el que se mantiene la tensión de manera adecuada, mezclando personajes de distintas escalas sociales de un modo magistral. Las historias de los personajes son aparentemente divergentes, pero las relaciones se van desvelando poco a poco, a su debido momento. La novela no es para nada una historia más de códices ocultos, es un texto donde se aprenden asuntos de muy diversas temáticas, entre ellas algún que otro guiño a la ciencia. Y tirón de orejas a las pseudociencias. De hecho, en un momento dado se hace referencia a un programa de televisión llamado Oráculo galáctico, se parece sospechosamente a cierto programa de misterios. Respecto a la ciencia, me quedo con dos momentos: el carbono 14 y la escala scoville. Muy recomendable, una novela repleta de inteligencia, de cultura y en la que no hay cabos sueltos. Disfrutarás.

Sinopsis en la web de La Casa del libro.

 

Historia de la dotación de carbono 14

Me permito citar por completo una conversación entre dos personajes de la trama. Se trata de Ernesto y su hermosa Christine. Más adelante el autor incluso recuerda que fue Willard Libby el precursor de la técnica de datación de carbono 14. Un poco de cultura general le viene bien a cualquier lector y lo convierte en una lectura que despierta la curiosidad.

–Buenos días, amor –dijo ella.
–Buenos días, princesita –dijo él, de nuevo en español.
–¿Te marchaste muy pronto?
–Qué va, hace menos de dos horas. Me quedé dormido como un tronco.
–Yo también.
–Es que el trabajo cansa mucho.
–Ayer trabajamos mucho los dos.
–Y tú además hiciste un descubrimiento muy importante.
–Claro, te descubrí a ti –proclamó la joven, ocasionando una súbita explosión de felicidad en el pecho de Ernesto, una sensación de beatitud como nunca había experimentado, y que debía de ser lo más parecido al estado en el que se encontraban permanentemente las almas de los bienaventurados en el paraíso celestial. Iba a tener razón Nicasio Lequerica sobre aquello de que había que dejarse arrastrar por la naturaleza.
–Yo sí que he descubierto algo fantástico.
–¡Y que lo digas! ¡Los principios del radiocarbono! –exclamó ella riendo y dando unos saltitos hacia adelante.
Ernesto se ruborizó súbitamente. Se dio cuenta de que recordaba a la perfección todo lo que ella le había explicado sobre el carbono catorce durante la primera tregua que habían dado a sus múltiples éxtasis de aquella noche.
–Pues me lo he aprendido muy bien. Si quieres te lo demuestro –la desafió él, mientras le daba alcance.
–Venga, cuéntamelo.
–Primero hay que saber lo que son los isótopos.
–Muy bien, ¿y qué son?
–Son cada uno de los tipos de átomos que corresponden a un mismo elemento químico, como el oxígeno, el cobre, el mercurio, etcétera. Los átomos de un elemento químico tienen todos el mismo número de protones, y así tienen la misma carga eléctrica, pero pueden tener diferente número de neutrones, y por lo tanto, pesos diferentes.
–¿Por qué?
–Porque protones y neutrones pesan lo mismo, pero los primeros tienen carga eléctrica positiva, mientras que los segundos son neutros, como indica su nombre. Así que el número de electrones (partículas con carga negativa) que tendrá un átomo en su corteza dependerá sólo del número de protones que haya en el núcleo, no del número de neutrones, y es el número de electrones el que a su vez determina las propiedades químicas del átomo, o sea, qué tipo de elemento químico es.
–¡Fabuloso! Tengo un alumno aprovechadísimo.
–Y que desea aprovecharse todavía muchísimo más de su maravillosa profesora.
–Ya veremos eso. Bueno, ¿y qué más?
–A lo que sí que afecta el número de neutrones que tiene un átomo es a su estabilidad. Algunos isótopos son más estables que otros. Los que son menos estables se desintegran a un ritmo constante, emitiendo radiaciones al hacerlo, y por eso se llaman radiactivos.
–Muy bien.
–Pasamos ahora a hablar del carbono. Un átomo de carbono tiene siempre seis protones, pero puede tener seis, siete u ocho neutrones, de modo que existen tres isótopos posibles de ese elemento químico: el carbono doce (pues tiene seis protones y seis neutrones), el carbono trece y el carbono catorce. Los dos primeros son estables, pero el tercero es inestable: cada cinco mil quinientos años, aproximadamente, se habrá desintegrado espontáneamente la mitad del carbono catorce contenido en cualquier objeto.
–Me asombra tu memoria.
–Yo lo recuerdo todo, preciosa –presumió Ernesto, y prosiguió–. Lo que sucede es que, de forma natural, en la tierra sólo hay carbono doce y carbono trece, pues el otro desaparece muy fácilmente, como se ha dicho. Ahora bien, en ese caso, ¿cómo es que existe en nuestros días alguna cantidad de carbono catorce? –se preguntó retóricamente el español, repitiendo palabra por palabra la formulación que había empleado Christine aquella noche, y hasta sus didácticos movimientos del dedo índice, mientras él reposaba la cabeza entre los espléndidos pechos desnudos de la joven–. Pues porque el carbono catorce se genera de manera continua en la atmósfera en una pequeñísima cantidad, debido al bombardeo de rayos cósmicos que golpean los átomos de nitrógeno (el principal gas que compone la atmósfera), transmutándolos en carbono. Los seres vivos absorben ese carbono radiactivo mediante la respiración y la alimentación, de manera que, de todo el carbono contenido en cada planta o animal que no haya muerto todavía, aproximadamente una diezmilmillonésima parte es carbono catorce.
–Admirable.
–Debido a que los átomos son tan minúsculos, aunque la proporción que acabamos de decir sea muy pequeña, resulta que en cada kilo de materia viva hay millones de átomos de radiocarbono, cuya tasa de desintegración puede medirse con un contador de radiactividad. Sabiendo que cada cinco mil quinientos años habrá desaparecido la mitad del carbono catorce contenido en los restos de un ser viviente, se puede calcular cuánto tiempo hace que murió, simplemente midiendo cuánta radiación emite todavía esa materia. Si emite la mitad que la misma cantidad de materia que está todavía viva o que acaba de morir, ese objeto tendrá cinco mil quinientos años de antigüedad; si emite la cuarta parte, el objeto tendrá once mil años; si emite la octava parte, es que tendrá dieciséis mil quinientos años, etc., etc. Para restos de más de cincuenta mil años de antigüedad, la cantidad de radiactividad emitida es tan pequeña que no se puede medir la edad por este procedimiento: el método sólo nos dice que es de hace por lo menos cincuenta mil años. Pero para la mayoría de los materiales orgánicos procedentes de las sociedades neolíticas o de las civilizaciones antiguas, el proceso es perfectamente adecuado.
–Me has dejado pasmada –reconoció Christine–. Con una sola explicación, y en esas circunstancias…
–Tú sí que me has dejado pasmado a mí, con todo lo que sabes, princesa. Bueno, ya estamos en las ruinas.

 

Escala de picor de Scoville

Al ser humano le gusta medir todo y para ello necesita unidades. Hemos llegado a tal punto que a Wilbur Scoville se le ocurrió medir el grado de pungencia o picor de un chile. La Escala Scoville es subjetiva, pero tiene su gracia medir el número de unidades scoville (SHU) de aquello que te llevas a la boca. El autor de «Regalo de Reyes» lo explica en un diálogo entre Germán y Laura, dos políticos que tenían una aventura. Aquí lo transcribimos. Atención a la frase que está en negrita, la traducimos a un lenguaje más cotidiano: hay chiles que pican tanto que para dejar de notar su picor hay que diluir un gramo en mil botellas de agua de un litro. Casi nada.

Laura Entrambasaguas contemplaba la infinita superficie del océano a través del mirador del restaurante. Al contrario que Germán, siempre había sido aficionada a las comidas exóticas, así que disfrutaba de lo lindo con aquel garudia de pescado, limón y arroz, sazonado con grandes dosis de curry. Su acompañante, por el contrario, iba tomando bocados tan pequeños como podía y remojándolos con tragos de vino, de agua y de cerveza, es decir, de cuantas bebidas encontraba a su alcance. Laura no podía evitar reírse cada vez que Germán abría la boca para calmar el picante.
–¿Pero cómo te puedes comer eso sin que te caigan chorros de sudor? –preguntaba extrañado Germán.
–Ya nos había avisado el camarero de que era un plato muy fuerte. Pero claro, tú has tenido que hacerte el gallito, como siempre…
–No había probado nada así en mi vida. Ni siquiera en Méjico.
–A mí me encanta todo lo picante. Ya sabes que eso es más de izquierdas. ¡Je, je!
–Vaya tontería.
–Por cierto, ¿has oído hablar alguna vez de la escala Scoville?
–No, ¿qué es, una ópera?
–¡Qué tonto! Es una forma de medir lo picantes que son las cosas.
–Pues este arroz debe de salirse de la escala –estimó Germán, terminando de un trago media copa de vino australiano, y añadió–. No tenía ni idea de que hubiera una manera de medirlo. ¿Cómo lo hacen? ¿Te ponen el chile en la lengua y cuentan los minutos que tardas en morirte?
–Algo parecido, pero menos cruel –dijo Laura, haciendo un gesto al camarero para que volviese a llenarles las copas.
–Bring me more water, please –suplicó Germán.
–Anda, bébete la mía. Si tampoco pica tanto. Esto debe de tener menos de diez mil scovilles.
–Bueno, explícame de una vez lo que es eso, cariño –dijo él, empezando su nueva copa de vino.
–Es una idea la mar de sencilla. Se disuelve la sustancia en agua, y mides cuántas veces tienes que disolverla para lograr que no se perciba el picor.
–¿Qué demonios quieres decir?
–Por ejemplo, tomas un gramo de un chile molido y lo echas en un litro de agua –explicó Laura, haciendo como que lo espolvorease en su propia copa–. Lo disuelves bien. Y si ya no notas el picor, pero lo habías notado cuando sólo habías echado novecientos noventa y nueve centímetros cúbicos de agua, entonces es que el chile tiene mil scovilles, o sea, hace falta diluirlo en mil veces su volumen con agua para que deje de picar.
–Fíjate lo que aprende uno –dijo Germán, sin mostrar excesivo interés.
–Se conocen variedades de chiles que tienen casi un millón de scollvilles. Eso significa que hay que diluir un gramo en un metro cúbico de agua antes de que se deje de notar el picor.
–Y lo utilizarán como instrumento de tortura, me imagino.
–Alguna vez tengo que probarlo.
–Yo te llevaré adonde quieras, y te invitaré a comer lo que te dé la gana, chatica, pero no me obligarás a compartir el suplicio contigo otra vez.
–Anda, so bobo, que no es para tanto –rió Laura dando buena cuenta de los últimos restos de pescado y arroz que quedaban en su plato.
–Yo no puedo ya con con lo mío. Me voy a pedir el postre más grande que tengan… ¡pero que no lo sirvan con curry, por favor!
–Exagerado.
Cuando terminaron de comer dieron un pequeño paseo por la sombra de las palmeras hasta otro extremo del hotel, en donde había una sala de descanso con revistas de todo el mundo y camareros siempre serviciales para llevar cafés, tes o licores. El rincón sólo estaba ocupado por una pareja mayor, de aspecto norteamericano, que no levantaron los ojos de sus periódicos cuando llegaron Laura y Germán.
Sorbiendo encantada su espectacular té con menta, mientras Germán tomaba un cubalibre con la esperanza de eliminar todos los restos de capsaicina pegados a su lengua, Laura tomó con su mano derecha la izquierda de él y la llevó hasta su propia mejilla.
–Vuelve a contarme el plan –pidió.
–¿Lo que te dije esta mañana? –preguntó Campohermoso; ella asintió ligeramente y él tomó un poco más de su bebida, notando el abundante hielo contra los labios y capturando un cubito para refrescarse el interior de la boca. Cuando terminó de tragar el hielo, tenía la lengua entumecida y no se le entendía muy bien–. Fo a dehá a poítiga.
–¿El qué? –preguntó Laura a carcajadas. Germán tomó de nuevo un trago de cubalibre para reavivarse la lengua.
–Que voy a dejar la política.

 

Jesús Zamora Bonilla es catedrático en la UNED y ha publicado varios ensayos. Desde 2007 mantiene el blog  A bordo del Otto Neurath. Puedes seguirlo en @jzamorabonilla. Tuve la suerte de ser alumno de doctorado de Jesús Zamora Bonilla, en la asignatura Sociología de la ciencia. Digo tuve la suerte porque no es común encontrarte un profesor que te enseña algo más que su propia asignatura. Me enseñó a ser cuidadoso en la investigación bibliográfica y ya es decir mucho (de hecho tiene un pequeño libro en Amazon al respecto, Historia y filosofía de la ciencia: una introducción bibliográfica). Y algo más que quizás él mismo ignore: un día me dijo que si quería escribir mejor tenía que hacer que terceras personas leyesen lo que escribía. Por aquel entonces el Profesor Zamora ya tenía su conocido blog A bordo del Otto Neurath y me alentó a que escribiese mi propia bitácora. Así que me decidí y el 8 de diciembre de 2007 escribía una penosa entrada sin pensar en que luego la cosa se me iría de las manos y mucha gente comenzaría a leer Ciencia en el XXI, que está a punto de cumplir seis años, aunque en otro alojamiento distinto donde empezó. A partir del blog surgieron todo tipo de proyectos, como alguno de mis libros. Se lo debo a mucha gente y, entre ellos, a Jesús Zamora Bonilla.

Un pensamiento en “Regalo de Reyes [Libro]

  1. En el libro Little Brother, de Cory Doctorow, el protagonista tiene una novia que disfruta con el picante y usa la escala Scoville. La capsaicina pura son 15 millones de Scovilles. El spray de autodefensa, 3 millones.

    La chica coge un burrito, lo rocía con el spray y se lo come. Él lo prueba también y la descripción de lo que le ocurre es muy graciosa.

Los comentarios están cerrados.